Gerencia.


Aunque en  la serie Cuéntame omitieran inexplicablemente este detalle, nací en Madrid, el mismo año que el sufrido pueblo español refrendó la transformación del dictador en rey o viceversa.
Quise dedicarme a la ingeniería aeronáutica o a la neurocirugía, pero la presión familiar me alejó de estudios con tan nula proyección laboral y tan mala consideración social y, para contentar a mi sufrida madre, acabé decantándome por la carrera de poeta. 
Mientras estudiaba, comenzó a despuntar una especialidad que, prometían, alcanzaría una amplia demanda tanto en el sector público como en el privado: la de microrrelatista o tramador de minificciones. 
Cuando uno enfoca sus estudios hacia oficios que no le satisfacen, tanto le da acabar siendo autor teatral, que poeta, que novelista, así que derivé en esa nueva especialidad confiando en que fuera menos tediosa que el resto.
Ni que decir tiene que me equivoqué de pleno.
Yerran aquellos que piensan que el dinero suplanta a la felicidad: servidor nada en montañas de monedas de oro cual Tío Gilito y, sin embargo, no deja de sentir la desgarradora brecha entre devoción y profesión.
Algunas noches, tumbado entre el lago artificial y el laberinto de setos, mientras observo constelaciones de mi propiedad y saboreo licores de frutas ya extintas, me asalta la tristeza de no haberme atrevido a luchar por una verdadera vocación, de no haberme convertido en director general de una Caja de Ahorros, o en registrador de la propiedad y candidato a la presidencia del gobierno; de no haberme lanzado a ser un outsider.

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